Ciertamente, hacía unas semanas que no entraba en el blog, pues he estado de ‘semiretiro’ para viajar, pensar y reflexionar. Algo que, de veras, necesitaba.
Una de las cosas que vengo de hacer es el Camino de Santiago. No estoy adscrito a ninguna religión en particular así que algunas de mis amistades me inquirían ‘por qué’ cuando la gente tiende en estas fechas a escoger, en general, alternativas menos ‘sufridas’ yo optaba por machacarme a caminar, cargar con una mochila que siempre parecía endiabladamente pesada, amanecer antes que el sol, dormir en albergues muy sencillos y modestos, comer de bocadillos, empaparme en barro, lluvia o en mi propio sudor, lavarme la ropa en un fregadero, ducharme con ese mismo jabón de lavar la ropa (todo peso adicional – champú, gel… os aseguro que empieza a pesar después del primer día), curarme ampollas king-size en los pies, cojear docenas de kilómetros por tener una rodilla hecha harina…
Lo admito: no sabía por qué quería hacerlo.
Solo tenía claro que debía hacerlo.
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Empezaré por el final. Como dije, no soy religioso, pero he de reconocer que me emocioné, y mucho, cuando el sacerdote que oficiaba la Misa del Peregrino hace unos días tuvo la distinción de mencionarnos a todos y a cada uno de los peregrinos/caminantes que llegamos esa mañana. Nos agradeció nuestra presencia. Nos dio la bienvenida a Santiago. Nos habló en los idiomas de todas las nacionalidades presentes allí. Y esto en la mismísima Catedral, nada menos. Eso es estilo.
En mi primer día de marcha, admito, pensé que ‘vaya tontería esto de hacer el Camino. No es para tanto. Mucho marketing hay aquí detrás’ (los anuncios en televisión me parecieron muy agradables de ver y bien confeccionados. Convincentes, en suma). A mí me gusta hacer marchas por la montaña y, ni estaba impresionado por el camino, ni por las vistas, ni por la aparente ‘trascendencia’ asociada a siglos de caminantes que habían pasado por ahí antes que yo, ni por nada. Llegué tras unas horas a mi destino a paso ligero y pensé para mí que esto iba a ser una pérdida de tiempo mayúscula. Y así amanecí al día siguiente a las 4:00 de la mañana para evitar las horas de sol y terminar lo antes posible con el trámite de la jornada: 24 km. de nada.
Y cuando llevaba una hora de camino esa mañana lluviosa, me rompí. La rodilla derecha, sencillamente, decidió dejar de funcionar. No sé muy bien qué pasó; si pisé mal, si se sobrecargó, o si no calenté adecuadamente antes de iniciar el trayecto. Es indiferente. Lo único claro es que allí estaba, aún de noche en mitad de la absoluta nada, a kilómetros de cualquier presencia humana, sin más luz que la de una linterna que llevaba ni más sonido que el de mi respiración, con una rodilla que se negaba a flexionarse y un dolor como si me estuvieran taladrando el hueso a martillazos.
Mi mente, como todas, planteó opciones. Sentarme. Lamentarme. Enfadarme. O ser prácticos: esto lo hemos empezado y lo vamos a acabar. Como sea.
Y así transcurrieron el resto de los días hasta esa llegada a Santiago.
Fue duro (sin un bastón de marcha que me hacía de muleta creo que hubiera llegado reptando…), pero extremadamente valioso. Hubo momentos de gran soledad (lo que andaba buscando), y momentos en los que charlaba con otros caminantes de todas condiciones, orígenes, nacionalidades. Gente que cruza tu camino, te adelanta o la adelantas, caminas unos kilómetros y no la vuelves a ver en la vida… ni siquiera sabes sus nombres en muchos casos, pero todos dejan una impronta, una idea, una frase casual, una broma, una preocupación, un sueño…
… Y un deseo:
Lo que todos, absolutamente todos, nos deseábamos en esos momentos fugaces, a pesar de ampollas, articulaciones maltrechas, lluvias, fatigas, era un deseo que siempre se transmitía con la mayor sinceridad.
El mismo deseo que quiero compartir con vosotros que estáis buscando, persiguiendo vuestros propios éxitos, como quiera que los hayáis concebido para vuestra vida: éxito financiero, profesional, personal…
Habrá momentos duros y no tanto, pero el destino se traza en cada fracción de segundo en el que decides, crees, actúas, te mueves en pos de aquello que, para ti, es importante. Al igual que comprendí entonces, cada paso en ese camino es como cada paso en la vida. 800 kilómetros son, ciertamente, muchos pasos. Pero no hay prisa. Pero tampoco hay piedad para con aquellas vocecitas que nos dicen en la cabeza más de una vez: ‘coge un autobús’ (busca la vía rápida, evita trabajar duro para conseguir lo que quieres), ‘abandona: esto es muy difícil’, ‘ya lo intentarás en otra ocasión’, ‘no vas a llegar’, ‘esto es para otros (más/menos listos, altos, guapos...)’, ‘es demasiado pronto’, ‘es demasiado tarde’, ‘no es el momento’…
En mitad de uno de los momentos en los que no podía caminar más por el dolor y estaba a punto de abandonar, leí detrás de una señal de tráfico un mensaje que alguien anónimo dejó escrito en rotulador para otras personas anónimas – un mensaje que sentí como si llevara allí años esperando para ese preciso instante.
Una frase que, desde ese momento, va conmigo y que quiero compartir con vosotros.
Ese mensaje es:
(A lo que quiera que aspires en esta vida): ‘PUEDES y DEBES llegar’.
Buen Camino.
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