Una cosa es dedicar la vida de uno a un propósito mayor que uno mismo (uno de los motivadores más potentes que hay), y otra bien diferente es sacrificar la vida de uno por los demás.
¿Hasta qué punto una persona se esconde en su verbalización de hacerse responsable de/por otros, precisamente para no hacerse cargo de su propia vida?
El matiz es sutil - y no tan fácil de discernir.
Por ¿educación?, ¿culpa?, ¿costumbre?, solemos anteponer a los demás a nosotros mismos ('Yo y Pedro Pedro y yo jugamos al fútbol', que nos decían en el colegio), incluyendo aquellas decisiones que pudieran penalizar, menoscabar, nuestro propio bienestar. Nadie quiere que le tachen (y menos uno a uno mismo) de egoísta. (La propia palabra da escalofríos, brrr).
Nuestra sociedad, la que nos hemos inventado, presenta un modelo idóneo, publicitario, de papá-mamá-niño-niña en el que los dos primeros (o, aún en ocasiones, solo el primero) se dedican a batallar contra dragones y malvados para proteger a la progenie. Tiene sentido, ¿no?
Creo que no.
Cuando nos dimos un garbeo por primera vez sobre la Tierra, hará unos doscientos mil años, nos apañábamos bastante bien en grupos, en tribus. Cooperación era sinónimo de prevalencia, subsistencia; los niños eran cuidados por todos, y el rol de los pequeños era el de formar parte activa de esa 'familia extendida', en lugar de ser el centro receptor de la misma.
El antropólogo
Dunbar defiende que 150 es el número de humanos máximo en el que podemos desenvolvernos con comodidad en tanto seres tribales que somos. Tomen pues una empresa con dos mil empleados, una ciudad con cien mil, o una unión europea cualquiera con quinientos millones de almas, y figúrense que, en efecto, nos tornamos ingobernables.
¿Qué hacemos entonces? Encerrarnos en nuestra fortificada unidad familiar, batallar por recursos finitos (que solo lo son en relación con el sistema en el que se desenvuelve el individuo - modifíquese este sistema, y los recursos se tornan necesariamente más abundantes), cuadrarnos la cabeza para encajar como autómatas en escenarios intrínsecamente foráneos - o abiertamente hostiles.
Los padres no dan abasto: las deudas con el banco, los modelos de vida próspera-televisiva presionan, (la apariencia de) el éxito del vecino les hacen querer subir la marcha. Son, con frecuencia, solo (y solos) ellos dos contra el mundo. Y, mientras, los niños aprenden de sus padres lo que ven - no lo que se les manda. (Los chavales tienen una memoria prodigiosa para olvidar lo que se les dice que deben hacer cuando lo que ven en acción de sus modelos-padres-tutores es incoherente).
Hoy a los niños los cubrimos (y lo seguiremos haciendo estas Navidades/Reyes) con cosas, con regalos, con sustitutos materiales de lo que realmente necesitan.
Atención. Educación. Guía. Consideración. Infusión por goteo permanente de autoconfianza. En otras palabras, esta siempre resbaladiza palabra, amor.
Y amor paterno, quizás, no signifique entrego mi vida por ti, hijo mío - sino posiblemente te guío para formar parte de tu propia tribu mientras desarrollas los dones que la naturaleza sembró en ti. En otras palabras, como m/padre me sigo haciendo cargo de mi propia vida, mientras te acompaño a que te hagas cargo de la tuya.
Ese es el progreso de la madurez humana: niño (dependiente), adolescente (independiente), adulto (interdependiente). Sáltemonos este orden, y en el futuro el chaval tendrá que ir poniendo parches a su in/inter/dependencia en cada revolcón serio que le ponga la vida por delante.