Hay una línea, delgada pero clara, entre cuidar nuestro yo y rendir tributo a nuestro ego; entre ayudar a otros porque nos motiva, a hacerlo para rehuir las propias responsabilidades e introspecciones.
Antes de despegar, en los aviones se nos informa acerca del procedimiento en caso de despresurizacion de cabina: las máscaras de oxígeno penderán delante de nosotros y, si vamos acompañados de una persona que requiera ayuda, primero deberemos colocarnos nuestra propia máscara, y después ayudar a otros con la suya.
Hágase otra cosa y los desmayados serán dos.
Cuando uno aprende a bucear, siempre con un buddy (compañero), se le guía acerca de qué hacer en una emergencia como la de que el compañero se quede sin aire en la botella - alternándose en compartir el oxígeno del primero, cierto, bajo el liderazgo la dirección de éste: si se dejara inquietar por el lógico temor del segundo, dos serían los ahogados - aun habiendo suficiente aire para ambos hasta llegar a superficie.
Pero volvamos ahora a tierra firme.
En situaciones difíciles de cambio en nuestras vidas, cuántas veces entregamos el control de nuestras decisiones y las supeditamos a algo que creemos es más importante, por algún ¿imperativo? moral (dándole la espalda, inconscientemente, a las luces del tren), cuando es precisamente lo contrario lo que debemos tentar: mirar hacia dentro de nosotros, no hacia afuera - ¿qué es bueno para mí?, ¿qué es importante para mí?
Lo contrario implica rebozarse más en el barrizal: cuántos empleados trabajan más duro creyendo imaginando ameritar ante sus jefes cuando los EREs se suceden; cuántas relaciones interpersonales se mantienen con ventilación asistida porque somos amigos desde hace años; cuántos matrimonios perviven en abierta hostilidad por el ¿bien? de los hijos; cuántas desinversiones financieras no se llevan a cabo porque el asesor agente comercial del banco nos dice que esta vez sí en el próximo trimestre recuperará usted lo perdido, oiga.
Es facil autoengañarse. En el casino de la vida es tentador seguir apostando al negro cuando solo sale rojo, en lugar de levantarse de la mesa, estirarse el arrugado traje, asumir las pérdidas y recomponerse de nuevo. Esa fue una de las guías que compartió para mi primer libro un inversor que vive de las rentas de sus rentas (no, no sobra un renta): es mejor perder mucho cuando la cosa va torcida (siempre en este ahora y este aquí, recuérdese), que perderlo todo.
Pero para eso es crítico discernir cuándo es momento de pensar para y por uno mismo -- paradójicamente, para disponer de una mejor plataforma para ayudar a otros.
El capitán no abandona el timón en mitad del tifón para cuidar, mimar o servir cócteles a sus pasajeros. Se van a tener que apañar por el momento agarrando sus propias bolsas para el mareo.
Mejor ellos con estómago revuelto que abandonar la nave a su zozobra.
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