Cuando iba a la escuela, aprendí que la vida sin duda era como un combate de boxeo: uno entrenaba solo, se ejercitaba solo, se preparaba solo, para competir durante ochenta años contra otros púgiles solitarios. Había un único trofeo, reservado para un único primero. Nadie, a fin de cuentas, pasa a la Historia por ser el mejor segundo que nunca hubo.
Cuando me cansé de pelear, aprendí trabajando que la vida, en realidad, es como una guerra, en la que un bando (y sus incontables reservas) lucha ferozmente durante cuarenta años por causar el máximo de bajas al contrario. Dedicar la vida a subir quitar cuota de mercado como sea es la consigna.
Cuando me cansé de disparar, aprendí que la vida, quizás es más bien una permanente ascensión al siguiente ochomil. Hollamos con nuestros propios pies, pero escalamos el hielo y la roca con un equipo en el que todos se cuidan, todos tienen una misión, todos cuentan: el sherpa, el que abre vías, el que mantiene el ánimo cuando el frío más ya no puede bajar y los dedos dejaron hace días de sentirse.
Sin copa, sin fanfarrias, sin estrellitas doradas en el uniforme.
Ni la montaña ni nuestro reto se moverán de ahí. Ambos nos aguardan inmóviles e inamovibles, pacientes, expectantes, neutros.
Aceptarlos o no como desafío los dejan indiferentes. No es su historia de lo que debemos hablar, sino de la nuestra.
A nosotros es a quienes nos debemos sobreponer cuando nos duela el cuello de mirar hacia arriba con la boca abierta... o hacia abajo con el no puedo en los labios.
No competimos contra nadie. Nosotros somos el que asciende, el que holla, cordaje, campamento, guía y montaña.
Se acabó el entrenamiento.
Anochece.
Es hora de subir.
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