Es importante ser optimista.
Es, de hecho, esencial.
Sobre todo si uno quiere continuar incrementando la frustración que deriva de confirmarse a sí mismo que, en efecto, a menudo hace falta algo más que esperar a que las cosas se resuelvan solas.
En 1991, el psicólogo positivista Charles Snyder, junto a otros investigadores, identificó una clave esencial que contrasta con el Optimismo.
Así, en su análisis de cómo influía la Esperanza en el desempeño y bienestar de las personas, consistentemente halló que aquellos con altos niveles de esta esperanza se trazaban objetivos más ambiciosos, acopiaban más fuerzas y determinación en pos de ellos, y llegaban más alto que sus más pasivos -y para entonces frustrados, o narcotizados- amigos optimistas.
La Esperanza no es, entonces, solo una emoción de buen rollito ni una apropiación mística, sino un instrumento cognitivo esencial para lidiar con las paladas de estiércol que, en fin, a veces arroja la vida. Mientras el optimista espera que deje de lloverle mi*rda, quien mantiene esperanza hace lo posible para quitarse de en medio y, de paso, construirse un jardín con ella.
Con una alta esperanza, la persona 'espera' (anticipa) su propio logro: a través de su enfoque volitivo, voluntariamente decidido, incide sobre sus emociones. Comienza imaginando, visualizando, en su córtex prefrontal; después anticipa los posibles obstáculos. Finalmente, pone en movimiento su acción (motiv-acción), siempre con la certeza -esperanza- presente de que llegará a destino.
Pensémoslo bien: cualquier logro de nuestra vida vino precedido en nuestra mente de la esperanza en que lo podríamos conseguir.
Quizás no todo lo que imaginemos lo acabaremos logrando.
Pero, desde luego, todo lo que un día logramos, necesariamente, antes lo imaginamos.
Mantuvimos la esperanza.
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