Nadie quiere experimentar dolor. Nadie quiere sufrir sus causas, ni beberse sus consecuencias.
Y es injusto, tan injusto.
Porque el dolor no solo no es despreciable –
- El dolor es deseable.
El dolor físico que se siente hoy tras haber salido a correr esa última milla más que ayer, quebrando el propio límite, supera el aturdimiento babeante de felicidad mercantilizada tras mil horas tirado en el sillón criando musgo.
El dolor traumático de dejar marchar (o de mandar, directamente, a la mi*rda) una relación que se ha tornado en parásita o destructiva o torpedeadora es precursor de la libertad más vibrante para ejecutar el derecho último de crear nuevas relaciones con las que recibir y dar el amor que merecemos acoger y compartir.
El intimidante dolor que produce liberarse de percibir un salario infame haciendo un trabajo que emboba es el severo precio que ha de pagarse para darse el permiso de dignificarnos con nuestro Gran Proyecto y contribución extraordinaria.
El dolor que arrincona tras la enfermedad que uno se auto-inflige al optar por hábitos insensatos es el umbral de fuego que uno ha de traspasar para elegir la salud responsable antes que la evasión alucinógena.
El dolor de abrazar a pecho descubierto, pero con la espada alzada, los propios miedos es monumentalmente más liberador que la ingenua obsesión por caminar de puntillas por el mundo para evitar despertar a los dragones.
No, el dolor no es despreciable.
Es una bendición.
Lo que hacemos con nuestro dolor es lo que nos ha de distinguir en esta senda de la vida.
No porque hayamos -o no- de triunfar.
Sino porque tenemos la certeza, la fortaleza, la confianza de que pudimos, podemos, podremos, superar y exprimir hasta la última onza de logro de cada uno de los golpes que recibamos.
Eso, sencillamente eso, es lo que hace a un ganador.
Despertemos a los dragones.
#RompeLaZona
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