Cuando una persona acaba de recibir un golpe severo, un trauma, una pérdida, un despido, una separación, un cambio dramático, es lógico que inicie una dinámica de supervivencia. Quizás, incluso, decida sumergirse en un proceso de coaching muy poco después o, incluso, durante el golpe.
Está bien, tiene sentido.
Ahora bien, dos apuntes en relación a esto. Uno, que es sumamente fácil quedarse en modo supervivencia, concluyendo que no es posible continuar prosperando, creciendo, o rebotando más alto desde el golpe porque así es la vida, hay que sufrir. Dos, que muchos individuos están decidiendo cada día vivir en ese modo supervivencia... aun cuando no hubieran recibido ningún trauma en particular. El proverbial que-me-quede-como-estoy.
Para los segundos, solo cuando decidan que-NO-me-quede-como-estoy-quiero-algo-mejor, entonces el coaching podrá serles de utilidad. Al alcance de la mano lo tienen.
Para los primeros, es importante acompañarles a que levanten la vista desde lo más hondo de su pozo y que, como coaches, les provoquemos a que se muevan: actúen, hagan lo que sea necesario para apagar el incendio, achicar el agua, vendar la hemorragia. Y mientras, sutilmente, invitarles a que le den un par de golpecitos al cristal de la brújula para traerla de nuevo a la vida, para que encuentren, no, definan su nuevo norte.
Cuando el barco se inunda mientras las cocinas se queman, no tiene sentido atraer la vista del capitán a los instrumentos de navegación que se han cortocircuitado. Primero lo primero.
Sobrevivir, uno. Orientarse, dos. Llegar a puerto, tres. Robustecer la embarcación, cuatro.
Y eso sí: capitanear la embarcación, en todo momento.
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