Quizás pocos lo admitan ('con la que está cayendo'), pero la evidencia es clara:
Realizarse como individuo es radicalmente incompatible con un trabajo como empleado – por elevada que sea su nómina.
Hace unas semanas, con un grupo de jóvenes 'aprend-emprendedores' a los que estamos 'coacheando' en Alemania, replicamos un experimento que en 1959 los psicólogos Leon Festinger y John Carlsmith llevaron a cabo y que corroboraría lo que llamamos 'disonancia cognitiva'.
Básicamente, lo que hicimos fue solicitar a tres grupos de participantes que realizaran un tipo de tarea que era, fundamentalmente, tediosa, poco estimulante y repetitiva (¿a alguien le suena?). El primer grupo lo hizo a cambio de nada (las gracias y ya); el segundo, a cambio de un ridículo estipendio (una onza de chocolate); y el tercero por una compensación respetable (un kilo de chocolate para cada uno).
Posteriormente se les entrevistó y, a pesar de que la tarea era idéntica (tan excitante como contar granos de arena en el Gobi, más o menos), aquellos que percibieron una compensación por el encargo comentaron que, 'en fin, tampoco era tan aburrido el trabajo; de hecho ha sido interesante'.
El análisis posterior con los participantes, sin embargo, es donde realmente tuvo lugar el avance:
¿Tenemos un precio todos? ¿Nuestras horas pueden ser compradas con dinero? ¿Es una nómina la única forma que tiene una empresa de conseguir que un tipo con treinta mil millones de neuronas, una voluntad a prueba de balas, una capacidad de determinación que le puede llevar a ascender el Everest aun siendo ciego o a liderar la independencia de un pueblo invadido se someta a las órdenes de un accionista con chistera, una cuota de mercado o un competidor – aunque aborrezca su trabajo?
Lo cierto es que mamamos desde pequeños que trabajo y dinero y realización deben ir de la mano – lo cual es, de base, una c*gada tan gigantesca y tan monstruosa (y magistral)mente tapada con cal, que miles de personas acaban cada día en la consulta del psicólogo porque 'no encajan' en ese sistema, intentando convencerse de lo contrario, forzándose a regresar a él cada mañana en la oficina... cuando, en realidad, es el sistema el que *no* encaja en ellos.
Ni tiene por qué.
Una cosa es lo que nos realice como individuos. Otra cómo nos ganamos el dinero. Otra eso tan incalificable como es el éxito (público). Y otra, y esto es lo importante, lo que por fin concluimos una vez nos hayamos cansado de ejercicios de relajación galáctica, āsanas de cartón-piedra, ansiolíticos de la Gran Farma, aturdidores televisivos y demás formas de cauterizarnos el alma frustrada.
El tránsito suele seguir un camino similar a este:
1) Conseguir un trabajo por cuenta ajena. Primero júbilo. Después habituación. Luego frustración ('quiero más dinero y tiempo'). Decisión: hay que cambiar de trabajo.
2) Segundo trabajo por cuenta ajena. (Vuelta al punto 1.) Llegados a este extremo, hay quien entra en un bucle en el que sigue buscando este El Dorado durante años... O una vida. Más frustración. Más ansiolíticos. Más abobamiento.
3) Por fin llega el choque de trenes interno (con su propio sistema de creencias) y externo (su entorno inmediato considera que se le ha ido la pinza) y concluye: 'creo que tengo que montármelo por mi cuenta'. Qué más da que sea por vocación ('tras quebrar tres veces, mi padre montó una cadena de franquicias') o por obligación ('nadie me contrata' porque, demonios otra vez: 'con la que está cayendo'). La decisión, así, queda clara. Hay que hacerlo sí o sí.
4) En lo que arranca a emprender, debe romper por la mitad las tablas en mármol con los mandamientos que la Iglesia del Capital determinó antes que eran uno, grande y trino. Así, mientras nuestro osado protagonista comienza a construir un sistema embrionario de empresa (una web de ecommerce, un primer pedido, un diseño, una patente, un equipo de freelances...), debe seguir comiendo (da clases particulares, hace pequeños encargos, trabaja a tiempo parcial para pagar facturas). En otras palabras: decide que debe tener una profesión para él como persona; y otra para el dinero que le pondrá comida en el plato hasta que pueda vivir de la primera.
5) Gradualmente, a base de, sí, ensayo-error-error-error-error-ensayo-acierto, acaba sorprendiéndose un día cuando, demonios, su sistema emprendedor no solo 'es' una proyección de sí mismo, de lo que le gusta, de lo que le apasiona, de lo que le pone c*chondo en esta vida, sino que, hey, hasta le está dando de comer. Quién sabe – incluso hasta podrá pagarse sus primeras vacaciones más allá del todo incluido enlatado en almíbar que le sirve su supermercado de la esquina.
Emprender, así, no es replicar la manera en que aprendimos a trabajar por cuenta ajena en donde lo único que cambia es que nosotros somos los que mandamos.
Emprender es otra historia. Es otro tipo de batalla.
No es contra un empleador al que también presionan desde arriba para que exprima a los de abajo.
No es contra 'el sistema' de beneficio de casino basado en desplumar al más tonto a la mesa en esta ronda de póquer.
No es contra un gobierno que, en realidad, ni sabe, ni puede, ni, posiblemente, quiere hacer lo que, realmente, hay que hacer; no lo que 'el mercado' dicte que hay que hacer.
La batalla es contra un 'yo' que no es, en realidad, enteramente nuestro; es un compendio de eso que mamamos desde niños y que, en realidad, hemos integrado como una traducción propia de un 'ellos' sin cara, impuesto y no-cuestionado.
Emprender es despedir a tu jefe, sí.
Pero emprender es despedirte a/de ti mismo también como 'empleado de otro', como 'subordinado', como 'trabajador'.
Emprender no tiene que ver con dinero.
Es una declaración de independencia.
La más importante de tu vida.
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