Hay cierta demonización del concepto de Zona de Confort (ZC). La realidad es que el cerebro obra aproximadamente el 95% del tiempo en modo automático, es decir, a través de hábitos que (teóricamente) facilitan nuestra vida: si tuviéramos que pensar concienzudamente en, prestando atención a, cada cosa que hacemos, apenas tendríamos el tiempo de salir de la cama cada mañana.
Necesitamos una zona de confort en la que operar con cierta agilidad: nuestras relaciones, un trabajo razonablemente predecibles, lo que comemos, con quién salimos a dar una vuelta. Sin embargo, la trampa de esa comodidad es la complacencia: habitualmente, nuestros grandes planes, nuestros sueños más inspiradores, implican que hemos de hacer cosas diferentes para lograr cosas diferentes: adquirir experiencias nuevas, conocimientos nuevos, explorar lugares nuevos, establecer contactos nuevos… y eso nos genera una incomodidad (o, incluso, temor y, por tanto, una especie de dolor en diferentes grados de intensidad, desde la incomodidad hasta el pavor) que hace que nos comencemos a engañar creyendo que, realmente, no queremos tanto aquellos sueños que nos inspiran.
Sin embargo, cada vez que nos obligamos a hacer 'precisamente ese algo' diferente que nos provoca cierto temor o incertidumbre, es cuando expandimos nuestra zona de confort.
No consiste por tanto en eliminar la ZC (el estrés por la incertidumbre de lo que viene en el futuro, llevado al extremo, nos lleva al pánico y a la incapacidad de decidir por consiguiente con racionalidad), sino en continuar incrementándola: a fin de cuentas, uno de los factores de motivación más potentes que hay, pues estimula directamente al nucleus accumbens (el centro del placer del cerebro) es, precisamente, alcanzar el logro de nuestros objetivos.
La ZC que no se expande, se contrae.
#RompeLaZona
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