El trabajo-tipo para un jefe refleja, sencillamente, la
institucionalización legal de la esclavitud:
Nunca pagar lo necesario como para no tener que regresar al
siguiente lunes. Solo basta que dé para que haya suficiente comida artificial
en la nevera y una gigantesca pantalla de TV con mil canales con los que
aturdir el juicio en el poco tiempo que reste para considerar si acaso
estuviéramos arrojando nuestra existencia a un vertedero de ‘vidas laborales’.
No estamos hechos para trabajar 40+ horas a la semana: hace
cientos de miles de años invertíamos apenas una tarde cada 3-4 días en cazar
para toda una tribu.
¿El resto del tiempo? Para las artes pictóricas, para
avanzar en nuestra tecnología con piedras o metales, para socializar, para
intimar, para jugar, para holgazanear.
Como venimos así cableados de serie, la única manera de que
agachemos la cabeza y nos dejemos 40 años de vida canibalizándonos entre
nosotros y trabajando para un patrón por un salario exiguo que nos separe de
familia, amigos, naturaleza (por muy ‘inteligente’ -¿?- que sea el edificio) es
doblegar nuestra tendencia natural a hacer lo que nos venga en gana.
Así que los que se jactaban de conectarse con la divinidad
–o los que tenían la bendición de saber leer- se inventaron una sofisticada
emoción:
La culpa.
Y esta está tan arraigada en nuestra mente que, cuando
desobedecemos, cuando no conformamos con la masa adocenada, con un jefe cretino
(a las órdenes de otro aún más cretino), cuando queremos ser lo que somos
cuando nos venga en gana (perezosos) nos sentimos culpables – autoanulándonos
con una eficacia portentosa aunque nadie nos haya apuntado con el dedo. Somos
fácilmente sugestionables.
Aunque le lleve una vida entera y aunque –al principio- deba
seguir añadiendo agujeros para estrechar más el cinturón:
Sea su propio jefe.
Nunca hallará nadie ni mejor a quien reportar.
#RompeLaZona
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