Muchas veces confundimos 'instinto' con 'intuición'.
Mientras el primero nos viene cableado, de serie (mamar al nacer, llorar al tener frío), el segundo -lejos de tener ese aura mística- solo viene después de un monumental esfuerzo de trabajo, aprendizaje, mejora, corrección, experimentación.
Muchos desean tener la capacidad de realizar su labor de manera magistral por la vía rápida, el atajo indoloro que ahorre una década de priorizar 'ganar dinero' sobre 'ganar destreza' con un proyecto -- dejando a largo plazo a la persona sin uno ni otra.
El aprendizaje humano de élite, el superior, no depende de lo brillante que sea el nombre de la institución que figura en el currículum.
El verdadero aprendizaje comienza por el instinto animal, continúa por la racionalidad cartesiana, aunque extrema (cebada por nuestros sistemas educativos) hasta que, una vez conseguimos zafarnos de ellos, comienza, de hecho, el aprendizaje último: el de la sabiduría que da la maestría en cosas, personas, mecanismos, emociones, pensamientos, leyes de vida, que nunca figuraron en los libros de la escuela.
Quedémonos en el instinto, y nos perderá el razonamiento de otra persona más ¿inteligente?
Quedémonos en la racionalidad, y nos abrumará ese que, siempre, sabrá algo más que nosotros.
Adentrémonos en la sabiduría y démonos cuenta de la infinidad de luces, aspectos, tonos, que trascienden lo racional.
No es lo mismo saber -- que conocer.
Aprender que aprehender.
Avanzar que crecer.
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