Cuando a alguien se le ocurrió que, en lugar de producir un par de automóviles, podían invertirse millones para que las fábricas escupieran miles de unidades cada semana, se dió cuenta también que ahora tendrían que vender como fuera esos miles de coches que resultaba que sobraban.
Para lograrlo, era fundamental que hubiera una masa crítica de operarios con el suficiente jornal como para poder permitirse adquirir algo que ya no solo era un medio de transporte, sino todo un símbolo de status. (Mira, mira: el mío es más grande).
Bingo. Al subir la demanda de coches, subió el precio de los mismos (Economía de 1°, descubrimos la rueda). Como llegó el momento en el que no podían adquirir ya esos vehículos pagándolos al contado, ponderaron si, quizás, alguien les pudiera prestar ese dinero. (Cuántas deudas se han adquirido en la Historia por querer tenerlo más grande).
Los bancos, avispados, se dieron cuenta que aquí había negocio: si en lugar de prestar poco dinero que se pudiera devolver en un plazo corto de tiempo, comenzaban a prestar mucho dinero en un plazo muy extendido, podrían inflar sus beneficios durante más tiempo. (Peropordiós, ¿cuánto de grande es suficientemente grande?)
Por tanto, esa masa crítica de compradores-de-cosas-cada-vez-más-grandes tenía que continuar ampliándose, lo que implicaba el tener que salvar un pequeño inconveniente: aquella insidiosa tendencia natural humana a salirse de la foto, despuntar, a ser individuo, único, diferente.
A no aborregarse, vamos. No, no lo quiero más grande, para qué.
Así que algunos se inventaron unas normas consideradas como aceptables y, de paso, las barnizaron con el calificativo moral o inmoral.
Los que se identificaban con lo moral y aceptable (la mayoría yo-también-quiero) se elevaron sobre los que no seguían las normas, quienes se convirtieron en inmorales e inaceptables.
Los primeros recibieron su ración de educación. Socialmente aceptable.
Mantuvieron las reglas de esa cosa informe llamada la sociedad.
Consiguieron trabajos definidos como decentes, en empresas moralmente (re)conocidas, con imponentes (y aceptables, muy bien, muy bien) tarjetas de visita en neón acartonado.
Se forzaron a amar a una sola persona, encamarse con una hipoteca, agachar la frente ante un jefe, obedecer a una figura religiosa, tener un hijo, una hija y un perro labrador en un jardín de petunias y garaje para dos coches (hay que comprar, que se hacen muchos), con una semanita todo incluído en un metro cuadrado de playa, mira-cuánta-gente-de-vacaciones-no-puede-haber-crisis. En suma, marcaron las casillas correspondientes del test que la sociedad esperaba que ellos superaran. Una crucecita, un logro, una sociedad satisfecha.
Y así quedaron los otros. Descolgados.
¿Que vive de alquiler?: es que es raro.
¿Que no se quiere casar? Es que es un bala perdida.
¿Que no quiere tener hijos? Es que es un irresponsable
¿Que quiere ser su propio jefe? Sin duda, está loco.
¿Que tiene 24 años y quiere (e idea, y propone, y desarrolla) un sistema nuevo? Es que es un perroflauta.
Pero ahora resulta que esa ¿minoría? de raros, balas perdidas, irresponsables, locos, perroflautas está creciendo ante nuestros ojos.
Quizás, quién sabe, tan solo necesitaban darse el permiso de ser quienes realmente son.
_______________
Es cierto que nos gusta conformar, pertenecer, ser aceptados.
Pero también ser independientes, únicos, diferentes.
Gandhi, Mandela, Einstein, Jesús de Nazaret, Churchill, Jobs, o esos héroes de paisano que se sientan cada día a su lado en el autobús fueron, son o serán considerados inaceptables para una mayoría que se autoproclama aceptable.
Ser único es caro. Es el precio de la libertad de escoger lo que realmente es importante, relevante, efectivo, consecuente, con nosotros. Aunque los demás lo consideren inaceptable. (Esto es, claro, hasta que dejan de hacerlo y se conviertan en fervientes fans).
Diluirse en la masa, sin embargo, es aún más caro. Es el coste de seguir marcando casillitas en cada paso, como tranvías sobre raíles oxidados con parada en todas esas estaciones donde no se nos ha perdido nada más que poder decir que hemos estado ahí.
Sea único.
Aunque sea inaceptable.