Conseguir alcanzar nuestros sueños puede ser, precisamente,
lo que más nos perjudique en última instancia.
Vivimos en una cultura en la que, al año, docenas de libros,
miles de cursos de desarrollo personal y millones de posts en las redes
sociales, nos animan –so pena de acabar siendo un perdedor malgastando su vida-
a conseguir nuestros sueños, trabajar duro, con constancia y perseverancia;
perseguirlos hasta que sean nuestros.
‘Si lo puedes imaginar, lo puedes conseguir’, nos aseguran,
como mantra para alcanzar cualquier cosa que deseemos:
Una aseveración enteramente absurda.
Y peligrosa: si bien es cierto que antecediendo cualquier
logro que conseguimos, previamente lo visualizamos (lo ‘imaginamos’ en el
córtex visual en el lóbulo occipital de nuestro cerebro), eso no quiere decir
que cualquier cosa que primero imaginemos
vaya a ser conseguida.
Un saltador de altura olímpico pre-‘ve’ cómo va a ejecutar
con cirujana precisión cada movimiento que va a realizar para superar el listón
y batir un record antes siquiera de comenzar a mover un dedo: en su mente
visualizará y calculará la distancia de sus pasos, la velocidad que necesitará,
el punto exacto en el que la punta de su zapatilla dejará abajo la pista, el
arqueo de su espalda mientras se eleva en el aire, el aterrizaje al otro lado
de la barra. Este atleta tiene milimétricamente claro el objetivo en su mente y
cómo medirá si lo alcanza. Sabe que lo que imagina es solamente una
‘posibilidad’ dentro de las infinitas probabilidades menos una de que no supere
ese listón. Pero se centra únicamente en esa posibilidad, la magnifica, le
entrega toda su atención, indiferente a si hubiera un estadio entero a su
alrededor animándolo o insultándolo. Su posibilidad se convierte así en su
única opción, y es en ella en la que concentra la totalidad de su mente, de su
fuerza, de su destreza, las miles de horas de entrenamiento, la dedicación de
los años de su juventud. No se centra en recordar aquella frase que leyó en aquel
blog popular ‘cualquier cosa que
puedas soñar la puedes conseguir’. Él se centra en la única cosa que ahora persigue con una devoción casi obsesiva.
Y aún así, es muy posible que fracase.
De hecho, esa es la más probable de las probabilidades.
La inmensa mayoría de nuestros sueños, igualmente, jamás se cumplirán.
Afortunadamente.
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El sistema de motivación del ser humano, además de ser de
una elegante complejidad, tiene un mecanismo de repostaje francamente astuto:
si la consecuencia de una acción que adoptamos nos otorga placer, la repetimos;
y si nos lastima, la rehuimos. Simple.
Nunca un palo y una zanahoria dieron tanto de sí en tan poco
espacio: el núcleo accumbens –el centro del placer del cerebro- es un grupo de neuronas
directamente vinculado con la producción de dopamina, un neurotransmisor
esencial en nuestra sensación de placer y bienestar. Uno podría concluir, con
criterio, que cuando por fin conseguimos alcanzar nuestros sueños se disparará
nuestro nivel de dopamina y, por consiguiente, nuestra sensación de placer y
bienestar, llevándonos a ese éxtasis cerebral que refleja la culminación de
meses, años, o quizás una vida, de trabajo en pos de una meta: el diseño de un
producto revolucionario, la venta millonaria de una start-up de Internet, el
descubrimiento de un medicamento salvador, o ver a nuestro hijo graduarse en la
universidad.
Sin embargo, esto no es lo que sucede en la realidad.
Paradójicamente, se dan un buen número de casos de depresión clínica en
emprendedores que venden –y pierden el control de- su empresa a pesar de los
millones de euros ganados en la transacción; en científicos laureados que
resuelven por fin un dilema médico tras décadas de investigación; o en padres entregados
que, después de décadas de sacrificio, se dan por fin cuenta que su
responsabilidad para con sus hijos ya ha concluido oficialmente; pues unos como
otros, muy poco después de haber alcanzado su meta, se plantean la crucial pregunta
‘¿y ahora qué?’
Una pregunta que, si no halla pronta respuesta, comienza a roer
el bienestar mental de una persona: no tener en la vida nada en lo que centrar
la mente genera más ansiedad aún que tener demasiado que hacer al día.
Esto sucede porque nuestra mente, en realidad, no está diseñada
tanto para disfrutar del logro alcanzado en sí, sino más bien del proceso para llegar a ese logro: el
artista gozaría más plasmando colores con miles de pinceladas que de hecho
firmando el cuadro completado, el chef preparando el guiso que viéndolo desaparecer
camino a la mesa de un huésped, el escritor ideando una compleja trama que
cerrando con un editor la publicación de su obra, o nosotros mismos preparando
y anticipando un viaje durante meses que, una vez disfrutado, nos deja en esa
extraña sensación de vacío - o casi de pérdida.
Muchos corredores aficionados no corren necesariamente para
ganar una maratón; corren por el proceso en sí de correr. En las empresas no buscamos
trabajar solo a cambio de dinero, sino por el propio propósito de valor que
pueda aportar esa labor por la que nos pagan. Si comer fuera solamente una
cuestión de llenar el estómago, no ritualizaríamos nuestra presencia en sofisticados
restaurantes cada viernes con buena compañía. Si el sexo fuera tan solo el
camino para perpetuar nuestros genes, las tiendas eróticas venderían solamente pañales.
Imaginamos por ejemplo que conseguir la promoción en nuestra
empresa a un puesto de jefatura nos hará más felices. Y cuando lo conseguimos,
en efecto, lo estamos – durante unos seis meses aproximadamente, que es el
tiempo que tardamos en a) re-acomodar nuestro nivel de gastos financieros al
nuevo nivel de ingresos y b) llegar a la conclusión –casi siempre desde un
plano subconsciente- que, en fin, esto tampoco nos ha reportado tanto placer,
por lo que hay que ir pensando en el siguiente puesto al que ascender. En otras
palabras, la habituación al estímulo actual nos lleva a querer buscar más del
mismo estímulo siquiera solamente para conseguir el mismo placer.
El mismo mecanismo que la cocaína.
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La emoción que menos perdura es la sorpresa. Por eso, una
vez logramos y somos conscientes de un logro extraordinario (una promoción, un record
del mundo, un reconocimiento público, un hijo en la universidad), rápidamente
nos habituamos a él… y nos comienza a saber a poco.
De ahí derivaría nuestra propensión a considerar que más
será siempre mejor, llevándonos a correr como ratas en la rueda de la jaula
hasta que un domingo por la tarde comenzamos a intuir que no importa cuán
elevado sea ese más, en realidad jamás
será suficiente, y situándonos a
partir de entonces en un dilema vital: si renunciamos a lograr más, nos sentiremos
faltos de motivación, de estímulo, como si deambuláramos inanes en una vida de la
que ya no deseamos pedir nada; pero si seguimos en esa carrera de más, más,
más, nos daremos cuenta que, por rápido que corramos en esa rueda, jamás saldremos
de la jaula: antes o después, todo nos parecerá insuficiente.
Pero además, añadamos que una inmensa cantidad de personas
no tienen ni la más ignota idea realmente de cuáles son sus sueños. Saben, sí,
los sueños que deberían tener –los aprendidos de su entorno-, o los que creen
que quieren – pero que son tan maleables y cambiables que, muy raramente, serán
a día de hoy lo mismo que hubiéramos jurado íbamos a querer hace una década.
Pensamos que lo que querremos cuando tengamos 70 años es lo
mismo que queremos hoy con 45, solo que con más de lo que nos gusta hoy y menos
de lo que no nos gusta hoy. El problema es que no se puede pensar con 45 años
como si tuviéramos 70, del mismo modo que un niño de 5 años no puede imaginar
si con 30 quiere ser médico como hoy afirma rotundo: ni tiene la experiencia,
la perspectiva, ni el software cerebral, como para tomar esa decisión con
criterio. Podrá imaginar qué es tener 30 años, pero nunca saberlo.
Por eso es tan frecuente que con el tiempo cuestionemos
cualquier decisión de cierta duración que hubiéramos adoptado: nos guste o no, tras
seis años se producirán los primeros conflictos serios matrimoniales; tras
quince años de carrera profesional consideraremos cambios laborales drásticos –cuando
se produce un pico en emprendimientos-; y cerca del 100% de los que concluyeron
la universidad con 25 años se darán cuenta a los 30 de que se equivocaron de
estudios pues tomaron una decisión académica de trascendencia con 18 a pesar de
que la madurez biológica ronde los 25 – y eso sin ser conscientes aún de que a
los 40 se preguntarán de todos modos qué demonios están haciendo con su vida tras
darse cuenta de que no se parece en nada a lo que hubieron imaginado.
Pero no todo está perdido.
Paradójicamente, es gracias a nuestra insatisfacción
personal que nuestro progreso vital es posible:
Tener sueños claros y perseguirlos nos reporta de hecho una
mayor motivación que lograrlos: nadie se mueve (y logra, generando dopamina y
bienestar) para conseguir nada que le es ya regalado.
El sencillo hecho incluso de planificar el alcance de esos
logros moviliza nuestros recursos personales: tomar acción nos otorga más poder
que seguir poniéndole la otra mejilla a las circunstancias. Más dopamina.
Y, finalmente, hallar un sentido existencial es una de las
necesidades básicas de todo ser humano con el estómago lleno y dos dedos de
frente: como meramente sobrevivir se nos antoja algo limitado, buscamos
encontrar un sentido plausible a este pandemonio que llamamos existencia.
Por tanto, no nos lamentemos si no alcanzamos nuestros
sueños:
El mero hecho de saber que hay una meta final que lograr es
la mejor razón para continuar caminando hacia ella - aunque nos importe un carajo
llegar últimos. Qué más dará.
Saber que podemos lograr siquiera llegar a ella nos inspira
e impulsa más que rememorar lo ya logrado desde la neblina del pasado.
Y, quizás, simplemente saber que tenemos la posibilidad real
de llegar a ese sueño sea, después de todo, lo que nos hace sentirnos vivos.
Profundamente vivos.
Aunque nunca lo alcancemos.
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