martes, 27 de septiembre de 2016

¿Y si el cerebro *no* estuviera diseñado para ser feliz?

El cerebro -para algunas cosas- es sumamente simple: en la vida busca de manera automatizada experimentar menos de lo que le duele y más de lo que le agrada: de hecho, preferimos el alivio de rehuir de un sacrificio hoy aunque nos genere un mayor bienestar mañana. Por eso procrastinamos.

La felicidad (embotellada) que aparece en los últimos dos siglos es una confluencia entre la corriente Romántica en el arte y la literatura (el individuo y sus emociones son el centro de todo) y el Capitalismo (comprar y poseer nos hace felices) y que, particularmente desde la II Guerra Mundial, se persigue como si fuera un hito final, definitivo, épico -- y no un proceso que pueda ser disfrutado diariamente. Jung diría que es una búsqueda de algo que nos prive, por fin, de la responsabilidad y el vértigo de la edad adulta por la que nadie nos resuelve ya los problemas por nosotros como cuando éramos chicos. Esa es la fibra que tocan los anuncios de loterías por ejemplo: resuelve tu vida de un plumazo... como si no hubiera personas con depresiones tremendas con millones en el banco.

Desde otro punto de vista, la felicidad -biológica- podría definirse como un cruce entre la estimulación del placer en nuestro cerebro (localizado en el núcleo accumbens, donde nos chutamos con dopaminas) y la busqueda de un sentido de trascendencia vital (localizado en el lóbulo prefrontal izquierdo, que se activa ante experiencias que muchos en algún momento hemos sentido: viendo un paisaje grandioso, superando una enfermedad, haciendo meditación o tras un ejercicio muy intenso). Ahora bien, nos habituamos rápidamente a esa dicha (sea por una cucharada de helado de chocolate, consumir un psicotrópico o tener una experiencia meditativa profunda), por lo que siempre querremos más: es decir, nos sentiríamos 'infelices' por estar insatisfechos. Pero es que si optáramos por quedarnos como estamos, antes o después aparecería la desidia o el aburrimiento, lo cual tampoco nos traería dicha. Elegimos varias veces al día, cada día, con cuál de las dos quedarnos.

Sin embargo, según la madurez del individuo, a partir de la mediana edad empiezan a mermar nuestros procesos cognitivos, pero mejora sin embargo nuestra comprensión acerca de qué va la vida... es decir, comienza a incrementar algo que podríamos llamar quizás 'sabiduría'. Si esta sabiduría es nutrida (aceptación de la incertidumbre de la vida, de los propios límites, dejar de intentar controlar lo incontrolable, fluir en lugar de tornarnos iracundos...) entonces, quizás sí, en nuestra edad madura seamos, de hecho, más felices -- pero solo como un subproducto de esa sabiduría. Las curvas de felicidad -en general- tienen sus techos en el primer tercio y último tercio de nuestras vidas: quizás sea porque en el primero vivimos casi sin preocuparnos porque desconocemos o ignoramos los riesgos y porque en el último tercio hemos aprendido a vivir con ellos.

Por eso quizás el cerebro no esté diseñado *para* ser feliz, sino que su propósito a largo plazo sea simplemente ser más sabios, por un lado; y, por otro, disfrutar de la vida lo máximo posible porque -gracias a esa sabiduría- la apreciamos como en realidad es con todas sus alegrías y miserias: es decir, porque hace tiempo habremos dejado de exigirle que sea como nosotros esperábamos de ella que fuera.


viernes, 23 de septiembre de 2016

En Perú - Premios Lidia (y Jurado :))

¿Vives en Perú? ¿Dedicas tu labor profesional al área comercial y ventas? ¿Quieres contar tu historia, inspirar a otras miles de personas -y quizás incluso ganar un premio-? Esta es tu web - y aquí estaremos como parte del Jurado para apoyarte :) Participa!:




martes, 13 de septiembre de 2016

Manos arriba: pase por la caja 5

Lo de los libros de texto escolares en España es un secuestro.


Si tiene usted hijos en primaria o secundaria, ya habrá recibido la correspondiente bofetada de septiembre de entre 400€ y 600€ aproximadamente por comprar varios kilos de libros que, sabe, en cuanto llegue el primer día de clase, no podrán nunca volver a ser utilizados: ni por sus hermanos pequeños ni revendiéndolos de segunda mano ni donándolos al curso siguiente a quien no podrá pagárselos.

Si en nuestros tiempos usábamos los libros varias generaciones de hermanos, ahora tenemos que elegir entre irnos una semana de vacaciones en agosto o pagarle los libros de texto a nuestro hijo en septiembre porque hacer las dos cosas se ha convertido para muchas familias en una imposibilidad.

Uno podría entenderlo si, quizás, los avances de las ciencias, las artes, la filosofía, fueran tan colosales en este país que hicieran a los libros completamente obsoletos de un año para el siguiente. Pero no estamos hablando de Premios Nobel ultraespecializados: estamos hablando de niños y adolescentes que aún –en teoría- están experimentando con las diferentes asignaturas. No necesitan un tratado de Física para crear un acelerador de partículas en el patio ahí al lado de las porterías de fútbol; y, desde luego, una breve introducción a la Química no es posible que cambie tanto de un curso para otro. (Algunos de nosotros hasta nos acordamos aún de lo suficiente como para confirmar que, en su momento, estudiamos lo mismo que están estudiando ahora nuestros hijos). Pero eso sí, estos libros tienen valor añadido: le ponen pegatinitas para que solo pueda usarse una vez. A fin de cuentas, a nadie le gusta heredar un libro sin pegatas.

A lo mejor es porque España tiene una I+D+i tan portentosa que se descubren nuevos avances más rápido de lo que da tiempo a meter los libros en la imprenta antes de cada curso escolar. Pero la cuestión es que dentro de los 28 países de la UE, el país está en el puesto número 19 en innovación. Yuju, más pegatinas.

Quizás la solución pasaría por un Gobierno que limitara este despropósito, poniendo un techo a los precios de los libros escolares –en lugar de, pongamos, construir aeropuertos sin aviones o salvar bancas y banqueros-; o limitando por ley que cada libro solo pueda ser editado cada 2-3 años, permitiendo que los hermanos puedan reutilizar los textos o que se genere un muy saludable mercado de segunda mano a lo Wallapop que funciona de traca en otros países.

Todo esto sería estupendo, si no fuera porque no hay Gobierno al que pedirle nada. Y aunque lo hubiera, anda demasiado ocupado con cosas más importantes como ir preparando las terceras, cuartas elecciones y todas las que sean necesarias: pedir una gran coalición es definitivamente iluso cuando ni siquiera se ponen de acuerdo en de qué manera enterrar un poco más a chavales en deberes absurdos, hundiéndolos también de paso un poco más en el Informe Pisa que toque ese año antes de la campaña electoral. Nos merecemos lo que votamos.

Por no hablar de medioambiente: si un árbol medio genera (talándolo –que es matarlo, junto a su ecosistema, aves, etc.-) pongamos unas 10.000 hojas de papel, y cada chaval entre libros, apuntes, cuadernos, murales y pegatinas emplea al año de media, digamos, mil hojas, entonces cada diez niños nuestros que se merecen todo lo mejor talaremos un árbol. Si en España hay unos 8 millones de escolares, entonces cada curso nos llevamos por delante unos 800.000 árboles en papel que después raramente será reciclado –ya que reutilizarlo como opción ha quedado descartada-. Cada persona necesita de media el oxígeno producido por 8 árboles al año para respirar así que, haciendo cuentas, cada curso respirarían peor 100.000 personas.Y eso que aún no hemos metido a los universitarios en el recuento.

Así que, si por azar vive usted en algún planeta fuera de España y se acerca en estas fechas a los centros comerciales locales, admírese con la resignación –algunos hasta entusiasmada- de miles de padres pagando sin chistar –nadie negocia cuando se trata de ‘darle lo mejor al niño’- el rescate de comprar más y más libros con caducidad a 9 meses y diferencia en contenidos prácticamente nula en los últimos años.

Es el sueño de todo aprendiz de capitalista: 1) obsolescencia programada a muy corto plazo de 2) un bien de primera necesidad -libro escolar- y 3) pagado de inmediato –nada de facturas a 90 días, que eso es para aficionados- por 4) clientes muy motivados que repetirán –el marketing nos llama alegremente ‘cautivos’- durante al menos 16 años más.

Qué demonios. Todo sea por el aprobado.