El cerebro -para algunas cosas- es sumamente simple: en la vida busca de manera automatizada experimentar menos de lo que le duele y más de lo que le agrada: de hecho, preferimos el alivio de rehuir de un sacrificio hoy aunque nos genere un mayor bienestar mañana. Por eso procrastinamos.
La felicidad (embotellada) que aparece en los últimos dos siglos es una confluencia entre la corriente Romántica en el arte y la literatura (el individuo y sus emociones son el centro de todo) y el Capitalismo (comprar y poseer nos hace felices) y que, particularmente desde la II Guerra Mundial, se persigue como si fuera un hito final, definitivo, épico -- y no un proceso que pueda ser disfrutado diariamente. Jung diría que es una búsqueda de algo que nos prive, por fin, de la responsabilidad y el vértigo de la edad adulta por la que nadie nos resuelve ya los problemas por nosotros como cuando éramos chicos. Esa es la fibra que tocan los anuncios de loterías por ejemplo: resuelve tu vida de un plumazo... como si no hubiera personas con depresiones tremendas con millones en el banco.
Desde otro punto de vista, la felicidad -biológica- podría definirse como un cruce entre la estimulación del placer en nuestro cerebro (localizado en el núcleo accumbens, donde nos chutamos con dopaminas) y la busqueda de un sentido de trascendencia vital (localizado en el lóbulo prefrontal izquierdo, que se activa ante experiencias que muchos en algún momento hemos sentido: viendo un paisaje grandioso, superando una enfermedad, haciendo meditación o tras un ejercicio muy intenso). Ahora bien, nos habituamos rápidamente a esa dicha (sea por una cucharada de helado de chocolate, consumir un psicotrópico o tener una experiencia meditativa profunda), por lo que siempre querremos más: es decir, nos sentiríamos 'infelices' por estar insatisfechos. Pero es que si optáramos por quedarnos como estamos, antes o después aparecería la desidia o el aburrimiento, lo cual tampoco nos traería dicha. Elegimos varias veces al día, cada día, con cuál de las dos quedarnos.
Sin embargo, según la madurez del individuo, a partir de la mediana edad empiezan a mermar nuestros procesos cognitivos, pero mejora sin embargo nuestra comprensión acerca de qué va la vida... es decir, comienza a incrementar algo que podríamos llamar quizás 'sabiduría'. Si esta sabiduría es nutrida (aceptación de la incertidumbre de la vida, de los propios límites, dejar de intentar controlar lo incontrolable, fluir en lugar de tornarnos iracundos...) entonces, quizás sí, en nuestra edad madura seamos, de hecho, más felices -- pero solo como un subproducto de esa sabiduría. Las curvas de felicidad -en general- tienen sus techos en el primer tercio y último tercio de nuestras vidas: quizás sea porque en el primero vivimos casi sin preocuparnos porque desconocemos o ignoramos los riesgos y porque en el último tercio hemos aprendido a vivir con ellos.
Por eso quizás el cerebro no esté diseñado *para* ser feliz, sino que su propósito a largo plazo sea simplemente ser más sabios, por un lado; y, por otro, disfrutar de la vida lo máximo posible porque -gracias a esa sabiduría- la apreciamos como en realidad es con todas sus alegrías y miserias: es decir, porque hace tiempo habremos dejado de exigirle que sea como nosotros esperábamos de ella que fuera.
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