Lo de los
libros de texto escolares en España es un secuestro.
Si tiene usted hijos en primaria o secundaria, ya habrá recibido la correspondiente bofetada
de septiembre de entre 400€ y 600€ aproximadamente por comprar varios kilos de
libros que, sabe, en cuanto llegue el primer día de clase, no podrán nunca
volver a ser utilizados: ni por sus hermanos pequeños ni revendiéndolos de
segunda mano ni donándolos al curso siguiente a quien no podrá pagárselos.
Si en
nuestros tiempos usábamos los libros varias generaciones de hermanos, ahora
tenemos que elegir entre irnos una semana de vacaciones en agosto o pagarle los
libros de texto a nuestro hijo en septiembre porque hacer las dos cosas se ha convertido
para muchas familias en una imposibilidad.
Uno podría
entenderlo si, quizás, los avances de las ciencias, las artes, la filosofía,
fueran tan colosales en este país que hicieran a los libros completamente
obsoletos de un año para el siguiente. Pero no estamos hablando de Premios
Nobel ultraespecializados: estamos hablando de niños y adolescentes que aún –en
teoría- están experimentando con las diferentes asignaturas. No necesitan un
tratado de Física para crear un acelerador de partículas en el patio ahí al
lado de las porterías de fútbol; y, desde luego, una breve introducción a la
Química no es posible que cambie tanto de un curso para otro. (Algunos de
nosotros hasta nos acordamos aún de lo suficiente como para confirmar que, en
su momento, estudiamos lo mismo que están estudiando ahora nuestros hijos).
Pero eso sí, estos libros tienen valor añadido: le ponen pegatinitas para que
solo pueda usarse una vez. A fin de cuentas, a nadie le gusta heredar un libro
sin pegatas.
A lo mejor
es porque España tiene una I+D+i tan portentosa que se descubren nuevos avances
más rápido de lo que da tiempo a meter los libros en la imprenta antes de cada
curso escolar. Pero la cuestión es que dentro de los 28 países de la UE, el
país está en el puesto número 19 en innovación. Yuju, más pegatinas.
Quizás la
solución pasaría por un Gobierno que limitara este despropósito, poniendo un
techo a los precios de los libros escolares –en lugar de, pongamos, construir
aeropuertos sin aviones o salvar bancas y banqueros-; o limitando por ley que
cada libro solo pueda ser editado cada 2-3 años, permitiendo que los hermanos
puedan reutilizar los textos o que se genere un muy saludable mercado de
segunda mano a lo Wallapop que funciona de traca en otros países.
Todo esto
sería estupendo, si no fuera porque no hay Gobierno al que pedirle nada. Y
aunque lo hubiera, anda demasiado ocupado con cosas más importantes como ir
preparando las terceras, cuartas elecciones y todas las que sean necesarias:
pedir una gran coalición es definitivamente iluso cuando ni siquiera se ponen
de acuerdo en de qué manera enterrar un poco más a chavales en deberes
absurdos, hundiéndolos también de paso un poco más en el Informe Pisa que toque
ese año antes de la campaña electoral. Nos merecemos lo que votamos.
Por no
hablar de medioambiente: si un árbol medio genera (talándolo –que es matarlo,
junto a su ecosistema, aves, etc.-) pongamos unas 10.000 hojas de papel, y cada
chaval entre libros, apuntes, cuadernos, murales y pegatinas emplea al año de media,
digamos, mil hojas, entonces cada diez niños nuestros que se merecen todo lo
mejor talaremos un árbol. Si en España hay unos 8 millones de escolares,
entonces cada curso nos llevamos por delante unos 800.000 árboles en papel que
después raramente será reciclado –ya que reutilizarlo como opción ha quedado
descartada-. Cada persona necesita de media el oxígeno producido por 8 árboles
al año para respirar así que, haciendo cuentas, cada curso respirarían peor
100.000 personas.Y eso que aún no hemos metido a los universitarios en el
recuento.
Así que, si
por azar vive usted en algún planeta fuera de España y se acerca en estas
fechas a los centros comerciales locales, admírese con la resignación –algunos
hasta entusiasmada- de miles de padres pagando sin chistar –nadie negocia
cuando se trata de ‘darle lo mejor al niño’- el rescate de comprar más y más
libros con caducidad a 9 meses y diferencia en contenidos prácticamente nula en
los últimos años.
Es el sueño
de todo aprendiz de capitalista: 1) obsolescencia programada a muy corto plazo
de 2) un bien de primera necesidad -libro escolar- y 3) pagado de inmediato
–nada de facturas a 90 días, que eso es para aficionados- por 4) clientes muy
motivados que repetirán –el marketing nos llama alegremente ‘cautivos’- durante
al menos 16 años más.
Qué
demonios. Todo sea por el aprobado.
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