Los resultados que cada uno recibe en su vida dependen de varios factores, muchos de ellos incontrolables salvo uno: la actitud o la disposición que uno adopta ante sus propias circunstancias, las cuales no siempre podrá modificar a voluntad. Desafortunadamente, vivimos inmersos en una cultura que, sea por herencia social, tradicional o religiosa, traslada la impresión de que la vida ‘es’ sufrimiento (es impredecible, sí, tiene contratiempos y dolor, sí, pero el sufrimiento por su parte es una actitud voluntaria que arrastra el dolor en el tiempo de manera innecesaria y estéril). Por tanto, para estas personas, si la vida no ‘es’ sufrimiento, entonces hay que buscar maneras de que lo sea, como si tuvieran que pagar un peaje en esta vida para no sabemos muy bien qué beneficio en otra vida futura que, posiblemente, no exista; o hasta que aparezca un ‘mesías’ (un príncipe/princesa azul, un billete de lotería, un magnífico golpe de suerte) como si fuera una tierra prometida y garantizada a cambio de 40 años de errar por el desierto aunque pudieran elegir caminar sobre hierba fresca. Esa especie de actitud de expiación es la que previene por un lado que algunas personas disfruten de lo que ya tienen y, por otro, les inhiba a buscar cualquier otro logro o bondad que pudiera mejorar sus vidas. Es el ‘no merezco’ subconsciente que nos lleva a impedir acercarnos a hablar con alguien interesante, a negociar a la baja un contrato, a aceptar ser tratados sin respeto, a maltratar -o no cuidar bien- nuestro cuerpo, mente y espíritu.
Si esas personas no desean cambiar, entonces posiblemente una de las mejores maneras de ayudarles sea, precisamente, no-ayudándolos: dejarles macerar qué es lo que quieren hacer en su vida, informándoles con claridad y periódicamente de que, en cuanto quieran, estaremos a su disposición para comenzar a exprimir el jugo -a veces amargo, a veces dulce, a veces insípido- de la vida. Algunos verán nuestra actitud como una cruel profecía autocumplida: les dejamos estar a solas porque ‘ya sabían’ que no merecían nuestra compañía. Es uno de los victimismos clásicos que acaba por generar, si nos descuidamos, dos tipos de víctimas: ellos y nosotros.
Pero por el contrario, si están en una fase de su vida en que están ‘hartos’ de pensar de una manera tan auto-sofocante, entonces podemos convertirnos en sus aliados (que no en sus muletas). Nosotros quizás podamos aportar inspiración, pero la motivación más potente y efectiva que hay siempre es intrínseca: tiene que nacer de ellos mismos; no podemos implantarla ni suplantarla nosotros. Podemos invitarles a reflexionar y tomar conciencia sobre aquello que ‘ya’ es bueno en sus vidas, aquello que les funciona, aquello que les inspira y les empuja en cada día. Como cuenta la historia, un hombre pobre se quejaba amargamente porque mientras él andaba descalzo vio a otro que vestía lujosos zapatos, pero solo hasta que vio a otro hombre que no tenía pies. Por tanto, en primer lugar, es esencial sentirse profunda y conscientemente agradecidos por las bendiciones con las que cada día amanecemos. Después, podemos invitar a la persona a que reflexione si prefiere sentirse ‘bien’ con las cosas, experiencias y relaciones que vive y puede vivir en su vida, o si prefiere continuar sintiéndose miserable. Nadie hace algo que no le genere algún tipo de bienestar (en esto tendemos a ser egocentristas) y, por sorprendente que pueda parecer, sentirse miserable tiene sus réditos: quizás porque subconscientemente expiamos una culpa, porque generamos lástima y atención a nuestro alrededor o porque cuando nos forzamos a estar tristes debilitamos nuestras fuerzas (como un micro-suicidio continuado) y así tenemos la excusa perfecta para no hacer nada retador: decimos que nos sentimos débiles, que nos falta la energía, cuando lo que realmente sucede es que nos sentimos intimidados o miedosos. Y es frecuente, no lo juzguemos. Pero tampoco lo arrastremos innecesariamente desde el momento en que tomemos conciencia de que esto está sucediendo.
Finalmente, ser consciente de una actitud auto-limitadora no es suficiente: si hay una disposición a cambiar nuestra actitud -y esto es una decisión que hemos de tomar durante cada hora, cada día, cada año de nuestra vida- entonces podemos ‘elegir’ ser dichosos con nuestra existencia (o, al menos, hacer las paces con ella), del mismo modo que durante cada día de nuestra vida hasta el momento hubimos quizás elegido pensar que no merecimos algo bueno. Sustituir un hábito por otro, una forma de pensar por otra, suele requerir tiempo: un tiempo que solamente estaremos dispuestos a invertir en el momento en el que el placer que nos otorgue esa nueva actitud supere lo que quiera que hubiéramos ganado fustigándonos.
Ese es el juego que cada día habremos de escoger: estar en paz o jugar a mártires. Y este mundo necesita a personas inspiradas, motivadas, luchadoras, resilientes, duras pero amables; no personas que se llevan consigo sus dones sin haberlos expandido mientras pudieron.
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