Hay múltiples enfoques para entender (vivir) lo que significa competir, entre los cuales uno estimula y el otro erosiona.
Búsquese competir contra otro para demostrar que uno es mejor (más alto, más guapo, más rubio) y, previsiblemente, nunca hallará final en la comparativa: siempre habrá alguien mejor preparado, más inteligente, con más dinero, con novias más arquetípicas, más, más, más. Frustrante. No hay fin.
Luego hay otro enfoque: el del que compite consigo mismo, elevando su propio listón... al competir contra otro a quien considera un digno rival. Este rival, en sí, no es un enemigo - sino la espuela que mueve a nuestro protagonista a subir cada vez más la apuesta sobre sí mismo: "a ver qué soy capaz de conseguir", se dice.
Su rival se convierte así en su espejo: si su rival le supera, es tiempo de trabajarse. Si su rival pierde, la autocomplacencia le aguarda silenciosa a su espalda. Este rival no es despreciado; al contrario, es respetado y admirado - pues gracias a él uno crece. Sin él, uno se vuelve arrogante.
Esa es la competición que expande horizontes, amplia nuestro aprendizaje, nos provoca a alcanzar. No nos picamos con el otro: nos picamos con nosotros mismos ante la magnificencia del otro.
Sentirse grande mediante la supresión del otro ("me siento más que mi pareja, mi compañero..." o que alguien más débil) no es solo miserable: revela precisamente lo que cree ocultar - su baja autoconfianza.
Qué buena oportunidad para subir ese listón.
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