He tenido el privilegio de conocer a un profesor de inglés y a un cocinero.
El primero daba clases de inglés sin parar, una detrás de otra. Primero una, luego diez, luego cien horas, para una conocida escuela de enseñanza de idiomas. Y pasaron los meses, y se percató de que, no solo no daba ya abasto, sino que tenía trabajo para diez profesores más. Se dió cuenta, magistralmente, de la inmensa demanda de hablar inglés bien que hay en este país, no solo de impartir clases del idioma, pues de esto último hay ya mucho e inefectivo.
El segundo cocinaba unas hamburguesas que son para caerse, posiblemente las mejores que uno pueda degustar en España. Emigró a Alemania y volvió a la Península, curtiéndose en humeantes y asfixiantes cocinas pasando por la parrilla cientos y cientos de hamburguesas a incontables clientes que salían con una sonrisa de los restaurantes donde trabajaba.
'¿Que vas a montar una academia de qué?' le respondían con desdén y arrogancia los compañeros de estudios del primero.
'Pero si solo eres un cocinero', le espetaban al segundo.
Han pasado cerca de 30 años para ambos.
El primero ofrece hoy el que, posiblemente, sea el método más efectivo de aprendizaje de la lengua en España y da de comer a 400 familias. Hasta la CNN llegó la noticia de los millones de usuarios de su sistema.
El segundo tiene hoy un par de restaurantes americanos que llena cada noche sin falta. Incluso el propio repartidor de los panecillos de hamburguesa admite que este tipo, él solo, necesita más panecillos de hamburguesa cada día que varios McDonald's de Madrid juntos.
El primero se llama Richard Vaughan.
El segundo, Alfredo.
Si hubieran prestado atención, solo un poquito más de atención, hace 30 años hoy serían el mismo profesor de inglés y el mismo cocinero que entonces.
Ah, el tiempo.
Siempre pone a cada uno donde le corresponde.
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