domingo, 2 de abril de 2017

Conflicto


Muchos de nuestros conflictos se producirán por dos razones:

1) Nuestro ego nos importa tanto que estamos dispuestos a entrar en una escalada hostil contra alguien solo para evitar dar la impresión de que somos débiles al estar errados. 

Precisamente ser fuerte implica tener el coraje de admitir que uno está equivocado -o que nos estamos comportando como imbéciles- gracias al coraje de alguien cercano que nos aprecia lo suficiente como para decírnoslo a la cara. Si no hay confianza con ese otro para comunicarnos el uno con el otro sin aderezos, entonces o no hay comunicación valiente o no hay aprecio genuino. Y si no hay aprecio genuino, entonces ¿para qué entrar en conflicto alguno en primer lugar?

2) Porque tenemos la absoluta certeza de que algo debe cambiar en esa relación pues alguno de los límites y acuerdos anteriores quedó caduco o es ya innecesario o inservible. 

Es indiferente la edad que tengamos: lo que queremos con 20 años raramente será lo mismo que querremos con 40 o con 60. Las relaciones han de discutir necesariamente si se importan el uno al otro, precisamente como una manera de anunciar que queremos crecer, que ya estamos creciendo como individuos, y porque queremos contar con el otro, solicitar apoyo del otro en ese crecimiento. 

No tiene por qué ser grato ese desencuentro. Quizás, precisamente, ha de ser lo suficientemente ingrato como para servirnos de advertencia de que nuestro ego se está interponiendo ante nosotros mismos y entorpeciendo una relación significativa con otro. Y el ego no se manifiesta con templanza. Lo hace con pataletas de niñato malcriado.

Muchas relaciones se terminarán por romper por estos conflictos.

Afortunadamente.

Las que se caerán por una lucha de egos serán dolorosas pero constructivas pues, si se hace una introspección brutalmente honesta con uno mismo, nos permitirán crecer para dejar de admitir a imbéciles en nuestras relaciones -o de comportarnos como imbéciles ante otros-. La vida es demasiado j*didamente breve como para andar malgastándola demostrando a ver quién es más gallito en un corral demasiado grande pero del que nos convencemos que es diminuto por pura y completa desidia o ceguera.

Por su parte, las relaciones que se caen porque ambos disienten con la manera en que el otro crece -o con la manera en que el otro nos impide crecer- serán profundamente liberadoras. Es imposible que el barco navegue con el ancla trabada profunda en las rocas.

Las relaciones que no discuten no lo hacen por varias razones:

Una, porque están aún en el atontamiento enamorado o el escrupuloso respeto social de todo inicio: o hay demasiada timidez para discutir, o decidimos mirar para otro lado por medio a incomodar o admitir la posibilidad de no ser queridos.

Dos, porque se importan un carajo el uno al otro.

Y tres, porque ambos tienen la serena templanza como para tolerar y abrazar el cambio propio y el de otra persona querida sin que interfieran sus egos. Podemos estar de acuerdo en que estamos en desacuerdo, no gustarnos esa conclusión, y aun así vivir perfectamente en paz con ello.

Hay infinitas razones y grandes oportunidades para un conflicto a cada momento. Pero crecer quizás implique, después de todos, darse por fin cuenta que muy, muy pocos merecen realmente nuestra atención. Quizás solo los que nos sirvan para crecer o permitir crecer a otro.

El resto, quizás solo otra absurda pataleta a ningún sitio.





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