lunes, 14 de septiembre de 2015

Rápido a ningún lugar

Millones de personas corren como locas persiguiendo cada día aquello que no tienen y que ven en sus televisiones de plasma, sus amigos de Facebook, sus vecinos de jardín. 

Corren sin ser conscientes de las infinitas bendiciones con las que fueron investidos sin habérselas ganado. Honestamente, nadie (¡nadie!) puede decir ‘nadie me ha regalado nada, todo lo que tengo lo he conseguido yo solo’. Cosas de vivir en una sociedad: no hay oportunidad alguna de prosperar sin aportar valor a otros. 

Corren persiguiendo el humo envasado de vendedores de éxito que, o no hacen más que regurgitar lección nueva ninguna, o se escudan en la miseria que sienten en la desesperación de no saber por dónde seguir a pesar de haberlo intentado [casi] todo.

La mente está diseñada para lograr: avanzar, crecer, prosperar, mejorar. Cuanto más logramos, mejor nos sentimos. De lo contrario, nunca hubiéramos bajado de los árboles.

Pero la ambición por continuar logrando, sin un guardián del exceso, acaba llevando a la frustración continuada: es indiferente la altura lograda, nos preocupará más que el vecino haya culminado una aún mayor. Y siempre lo hay.

Ese guardián del exceso se llama Gratitud.

Si cerráramos los ojos cada noche y, de corazón, tomáramos profunda conciencia de lo afortunados que somos [aún con las desdichas, contratiempos, pérdidas, dolor, que toda vida bien vivida conlleva], raramente podríamos sentirnos frustrados o infelices. 

Simplemente, porque no tendríamos la vergüenza de exigir tener más --

Cuando hay millones que tienen tanto, tanto menos.

Sin habérselo ganado.


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