¿Nos estamos volviendo idiotas?
'Tú desea, que el universo conspira para que se te otorgue'.
Seré poco exigente: de todo este Cosmos, tomaré solo la estimada existencia de la Tierra - unos 4.500 millones de años. Si un tipo vive, pongamos, 100 años, hagamos el cálculo de qué proporción ocupamos en este bodegón nuestro astronómico. Un 0,000002% de su existencia.
O sea: nada.
Solamente una persona sumamente desesperada -o irremediablemente arrogante- de veras puede creerse que el mundo está 'para' ellos.
Para los primeros, aparecerán eficientes los mercenarios del desarrollo personal, siempre olisqueando la presa fácil - a la que, después de aturdir en sus emociones, anulan en su capacidad de actuación. Son termitas in-empáticas ante la desesperanza ajena en el mejor de los casos.
Los segundos, por su parte, son los que lideran el saqueo de los recursos naturales de este universo: hay que ser (bastante) psicópata para expoliar, más rápidamente de lo que regenera, aquello de lo que extraemos nuestra comida, vestimenta y todos los gadgets electrónicos que no necesitamos.
El universo no conspira nada, no. Está demasiado ocupado expandiendo y contrayéndose durante eones como para percatarse que -a veces, al menos- tenemos siquiera conciencia de él.
Por cierto. Conciencia. Asumamos -permítaseme- que en primates esta solo aparece desde los Neandertales hasta nosotros.
Así, desde que tenemos uso de ella (unos 200.000 años), somos 'conscientes' de varias cosas.
Que la vida no siempre ha de ser grata, fácil, lineal, progresiva.
Ni, mucho menos, feliz.
En EEUU, la cuna de la colosal industria de la felicidad-cocacola, cada vez tienen más batallones de psicólogos y psiquiatras para atender a jóvenes universitarios de sus crisis existenciales, pérdidas de rumbo e incapacidades de gestionar la incertidumbre -- las mismas tres cosas que hicieron a sus padres fuertes. Y a sus abuelos. Y a todas las generaciones que los precedieron durante 200.000 años.
Sí: quizás nos estemos volviendo más idiotas. Antes, un niño con seis años podía ayudar en la casa, en el campo, a cazar para comer. Ahora, un niño de cuarenta años anda pegado a una pantalla de novecientos euros que le dice lo que debe pensar, sentir, hacer, trabajar, amar, morir. Y comprar, claro.
A la industria de la felicidad-cocacola le nacieron sub-industrias: la de los psicofármacos, la de la diversión psicotrópica, la del dinero como zanahoria ante el asno... y la del coaching.
Quizás [no lo sé: ya he visto tantos 'padres del coaching' que mis redondos conocimientos de genética no alcanzan a cuadrar tanto cromosoma Y] la razón principal del coaching en su origen fuera -también- gestionar emociones (también las dolorosas) de un modo productivo... en lugar de (como hoy día vemos por todos lados) primero clasificarlas como 'negativas' para después hallar el modo de evitarlas o sublimarlas leyendo acerca de universos -universos, casi nada- que conspiran solo pour moi para hacerme feliz, feliz, felicísimo.
Quizás [no lo sé: la última película de magia que vi fue 'El Mago de Oz' y tampoco me entusiasmó] la aseveración 'si lo imaginas, lo materializas' y sus derivadas fuera una osadía de un coach que se vino a más quien, creyéndose el divino causante de su propia fortuna, vendió fórmulas de éxito tan fáciles de guisar como recetas de estofado cuando cualquiera con dos dedos de frente -y algo de tiempo para usarlos- sabe que 'el' éxito es variable, maleable e impredecible. Como el estofado, vamos.
Pero seamos justos. Cuando tenemos el estómago lleno, el desarrollo personal -la autorrealización- es uno de los impulsos más arrebatadores del ser humano, cierto. Pero, desafortunadamente, es uno para el que solo uno mismo -con apoyos- puede hallar culminación.
El universo no conspira por ni para nadie.
Las cosas no se materializan solo por pensarlas.
La vida no siempre es -ni ha de ser- felizcocacola.
Pero eso no quiere decir que uno haya de dejarse abofetear por sus circunstancias.
Ni que deba tolerarse uno el abandonarse física, profesional, personal, financiera, sentimentalmente.
Ni que deba pasarse su existencia mortificándose observando lo turbio, sucio, gris, inane.
Al universo le da igual lo que elijamos ver.
Abracemos pues nuestra elección diaria:
Vivir creciendo.
Vivir menguando.
Vivir, sin más.
O volvernos idiotas.
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