lunes, 25 de marzo de 2013

Perdiendo Control

Únicamente tenemos control absoluto sobre aproximadamente un 5% de nuestros pensamientos (el resto están automatizados, nos rigen en nuestro día a día en piloto automático) y, como somos seres emocionales más que racionales, esto nos deja solamente con dos cosas sobre las que tenemos un 100% de control: 1) lo que hacemos; 2) lo que decimos. (Eso, cuando estamos sobrios).
 
Siempre hacemos y decimos cosas al Universo con la confianza de que este retornará lo que queremos (compramos un billete de lotería, a ver si nos toca; invitamos a una copa a esa persona, a ver si esta noche cae; le regalamos el oído a nuestro jefe, a ver si nos favorece en la promoción). Buscamos que cada puntada tenga hilo: cada cosa que hacemos y decimos es empujada por nuestra propia intención – incluso aunque la certeza de ésta a menudo permanezca oculta, inconsciente, incluso para nosotros.
 
Ahora bien, ese Universo tiene sus propias intenciones y modos de responder: solamente toca la lotería en un porcentaje de billetes tendente a cero; esa persona tan atractiva quizás no nos halle interesantes, o nuestro jefe tiene su propia agenda.

Cuando la respuesta del entorno que recibimos no es la que esperamos, particularmente cuando nuestra 'necesidad' está muy sobrecargada emocionalmente ('es importante para mí'), se dispara nuestro sistema límbico, el centro de nuestras emociones.
 
Y es entonces cuando nos enfadamos. Perdemos los papeles. Nos encabr*namos
 
Y, entonces sí, dejamos de regir (estar en modo 'emoción' desconecta el modo 'racional') y ahora hacemos y decimos cosas que lastiman a otros y nos lastiman a nosotros mismos. Se esfumó así la única cosa que podíamos controlar.
 
Que algo o alguien 'te' enfada no es, estrictamente, cierto: entre la 'reacción' automática (cabreo) y la 'respuesta' (lo que voy a decir o hacer en consecuencia), hay una franja de tiempo que uno puede estirar:
 
Si esa franja de tiempo consta de milisegundos (lo que de todos modos hacemos 'de serie'), hacemos y decimos cosas de las que, muy posiblemente, luego tengamos que arrepentirnos, lamentarnos, o presentar disculpas. (Incluso el derecho penal considera atenuante la enajenación mental transitoria.)
 
Pero si conseguimos estirar esa franja de tiempo (minutos, horas, días), damos espacio a la emoción a que se destense y concedemos tiempo de margen a nuestro cerebro racional para sopesar la respuesta.
 
En otras palabras: decidimos; agarramos de nuevo las riendas del caballo desbocado. Que seamos seres netamente emocionales y, por naturaleza, impulsivos, no quiere decir que debamos ser insensatos.
 
Si algo o alguien te provoca ira, te posee.
 
Y si te posee, pierdes esas dos únicas cosas sobre las que tendrías, ¡tienes!, control absoluto: lo que haces y lo que dices.
 
No reacciones, pues, si puedes estirar tu tiempo antes de tu respuesta.
 
Hazlo, y será entonces cuando el otro sea quien pierda los estribos:
 
Pues te habrá dejado de controlar.
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