La había conocido hacía ya unos años en una boda - y me quedé prendada de ella: vitalidad y vivacidad, optimismo y, bueno, sí, su atractivo.
Ella, Ana, estaba de pareja con un conocido, y se les veía muy muy felices: se compenetraban muy bien y desprendían esas buenas vibraciones que solo las relaciones genuinamente constructivas emanan.
Pasaron los años desde esa boda y, un día, mientras esperaba al Metro en Madrid, oí una voz que gritaba mi nombre desde el otro andén - sin importarle que, además de mí, se dieran la vuelta otros trescientos viajeros. Era Ana (milagroso reconocerla en la distancia con mi miopía). Corrió hacia mí y me dió ese abrazo que se le da a una persona muy cercana tras años sin verle... a pesar de que toda mi relación con ella había sido una conversación en una boda de no más de veinte minutos años atrás.
Hablamos de todo y de nada durante unos instantes, hasta que le pregunté qué tal le iba con aquel conocido. 'Lo hemos dejado la semana pasada', me respondió. 'Vaya', dije, 'qué metedura de pata; disculpa', intenté resolver la c*gada como pude.
'No, ¿sentirlo por qué?', dijo. Le respondí, cada vez más torpemente, que estaban muy dichosos juntos, que hacían una pareja espectacular y que después de tantos años juntos debió haber sido duro.
Ella me dijo: 'No fue una decisión fácil, pero sí la mejor decisión que pude tomar porque he hecho felices a cuatro personas'.
No entendí. '¿Cuatro?'
'Sí', me aclaró con esa radiante sonrisa, 'al dejarlo con él, he hecho felices a cuatro personas: a mí y a mi futura pareja, y a él a su futura pareja'.
Y así de rápido cambió uno de mis más (creía yo hasta entonces) arraigados paradigmas.
Pero eso es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario