La escena era bella.
El padre dentro de la piscina, bajo el sol del verano, sonriendo y haciendo un ademán con las manos de 'sígueme', mientras alentaba a su hija, de unos cuatro o cinco años a que nadara hacia él, obviamente la primera vez que se soltaba del bordillo y se aventuraba a la parte honda... sin flotador.
'¡Dame la mano!' decía ella, entre temblorosa y sonriente (curioso como se entremezclan las emociones cuando se atraviesan las fronteras de nuestra zona de confort). 'Tómala', le decía el padre, retrocediendo, muy disimuladamente mientras la pequeña avanzaba.
'Papá, ¡te estás moviendo!' y '¡Papá, no puedo, no puedo!', gritaba ella, entre extática y temerosa.
'Que sí, hija. Si ya me tienes casi… un poquito más, un poco más, vamos, vamos…´, le animaba él.
Y así todo el largo de aquella piscina. Brazada a brazada.
Cuando la niña llegó, el abrazo del padre se pudo sentir entre todos los que observábamos. Una pequeña lagrimita traicionera delataba a la madre en la orilla.
La celebración del padre con su hija, dentro del agua, fue mayúscula.
Qué energía. Qué bueno.
La niña nadó sola, y a pesar de su miedo. Sin estilo quizás; sin aspavientos de elegancia.
Pero con efectividad.
El padre creó las circunstancias de la autoconfianza, y de la autonomia-apoyada y sustentada.
Al día siguiente, la niña quiso explorar el siguiente límite: tirarse desde el trampolín.
Se avecinan más éxitos que celebrar.
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