Es inevitable: juzgamos por las apariencias. Es innegable. Incontestable.
La legislación y la educación buscan 'unificar' nuestras percepciones para ser socialmente (y políticamente) aceptables, lo cual es... contra-natura. De ahí la dificultad (¿imposibilidad?) intrínseca para los profesionales de lo objetivo: jueces, periodistas, maestros, árbitros...
Pero, de nuevo, ese es uno de los roles del sistema educativo.
Sea por grupo étnico (raza solo hay una: la humana), status social, nacionalidad, vestimenta, lugar donde trabaja, orientación sexual, género, atractivo físico... absorbemos en milisegundos las primeras impresiones y automáticamente clasificamos (y nos clasifican) en 'cajas' y compartimentos de aquello previamente conocido o experimentado: 'éste es (introdúzcase aquí filiación política, religión, acento al hablar), por tanto es (añádase epíteto)'.
Operamos con infinidad de pre-juicios constantemente, muchos de ellos inútiles... o erróneos/limitantes que cierran opciones.
Lo paradójico es que, de hecho, necesitamos una ingente cantidad de pre-juicios y asunciones para operar con normalidad: no podemos procesar conscientemente todas y cada una de las percepciones en nuestro día a día porque sería literalmente imposible siquiera dar un paso.
Un proceso de coaching permite una pequeña 'situación de laboratorio' en ocasiones para experimentar con los pre-juicios ('bajándolos' del inconsciente al consciente), testándolos, sustituyéndolos por otros más efectivos si fuera el caso y volviendo a 'subirlos' al inconsciente (mediante el hábito).
Si el coaching está bien hecho, el cliente/coachee adquirirá la habilidad, además, de testar estos hábitos por sí mismo cuando quiera que haga falta.
Ése, y no otro, es el éxito de un buen Coach.
Ése, y no otro, es el éxito de un buen Coach.
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