Un rito (o un símbolo) no define la vida que existe detrás de ese rito. Pero a los humanos nos encantan los ritos por la simbología con la que nos identificamos. Un título distintivo, un tratamiento protocolario, unos galones, un uniforme, una tarjeta de visita, unos zapatos de marca... son símbolos - pero nada más que eso. Cuanto más grandilocuente el rito detrás de la investidura del símbolo, más autoridad se le confiere al investido.
De nuevo, la simplificación del análisis humano es, a veces, demasiado... simple. Por eso tendemos a obedecer a la figura de autoridad - por las razones que inferimos sin duda debe tener esa figura de autoridad que respira tras el símbolo. En ocasiones, con consecuencias desastrosas (la Segunda Guerra Mundial y sus bárbaros -ismos, de un color o el otro, hubieran sido impensables sin estas inferencias por la población civil).
Hace años se hizo un experimento en Nueva York en el que se comprobó que la gente que iba a cruzar una calle se quedaba parada en la acera, aunque no hubiera coches pasando, hasta que el muñequito del semáforo se ponía en verde... salvo si un tipo, vestido elegantemente de traje y con maletín de ejecutivo, comenzaba a cruzar en rojo - en cuyo caso, el resto de la gente (escalonadamente según su propio grado de osadía) cruzaba igualmente en rojo.
Pero háganse cuenta, que si el tipo que cruzaba la calle iba mal vestido, entonces el resto de transeúntes se quedaba parado en la acera... criticando al vándalo que se saltaba el semáforo peatonal.
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