Es habitual, frecuente. De hecho, esperable. Constadado científicamente que quien no lo siente, es que tiene a) un desequilibrio químico o b) una estructura morfológica diferente. El miedo está ahí para movilizarnos... si así lo decidimos.
Cualquier individuo siente miedo. El valiente, el que muestra coraje, siente tanto miedo como cualquier otro. La diferencia es que hace algo al respecto.
Tenemos, básicamente, tres cerebros: el reptiliano (sí, que compartimos con cualquier bicho vertebrado, no se crean, con los mismos instintos primarios - véase supervivencia o, ergo, miedo); el límbico (emocional); y el córtex cerebral (el de los tests que miden -según se mire- la inteligencia de nosotros bípedos).
Si el miedo no se controla, canaliza, entonces, en el córtex se funden los plomos y se conecta el reptiliano. Es el salto del miedo (donde aún regimos) al pánico (bajo cuyo auspicio podemos tomar decisiones erróneas en las situaciones mal calibradas).
El elenco de opciones es triple - pero a su vez infinito: huir ('a lo mejor, si no miro, no me ve', en una réplica, a veces no tan graciosa, del juego que hacen los niños pequeños. Ejemplo: la persona que ve que están despidiendo a todo el mundo en su empleo mayor de 45 años y piensa que, seguro, trabajando más duro, como él/ella es especial, podrá salvar su trabajo. Es la negación ante los nubarrones). O, quizás, paralizarse (eso sí: airando las injusticias que nos tocan vivir, por qué a mí, nos preguntamos y a todo el que quiera escucharnos). Finalmente, encararse, recibir el golpe si hay que recibirlo. Nos asusta a veces, sí. Pero actúan, hacen algo. Aunque sea, precisamente, no hacer nada (por el momento) - que, paradójicamente, ya es hacer algo.
Los anglos lo mencionan con tres 'f': flight, fight, freeze (huir, luchar, congelarse).
La Vida, no hay excepciones, nos pone delante situaciones para actuar que nos dan miedito: cualquier cosa que tenga la palabra nuevo o diferente de nuestro escenario vital actual.
Cada nuevo día, vamos.
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