Hace años que me di cuenta que tener problemas con la autoridad es muy saludable.
Durante años fui súbdito-tirando-a-empleado antes de decidir que quería estar al otro lado de la mesa: el de los que mandan.
Me llevó su tiempo, tras quemarme las pestañas, respetar las (absurdas y no escritas) normas cultural-corporativas de aquellas organizaciones, sufrir los encabritados ataques de reunionitis de mis jefes fines de semana y fiestas de guardar, supervisores, presidentes, vicepresidentes o VPs, sus VVPs, los VVVPs, y demás estratificaciones del poste del gallinero. Hasta que, al final, lo conseguí.
Tuve entonces cientos de personas que dependían de lo que hacía yo en ese despacho: sí, ciertamente, hicimos cosas maravillosas, francamente interesantes, pioneras incluso - de hecho, yo era, hum, feliz, haciendo lo que hacía. Hasta que empecé a dejar de serlo aquella tarde de invierno.
Qué tontería, esto de abrir la boca uno cuando no debe: estaba yo en aquella reunión (¿había dicho reunionitis?) con estos los de los galones, mientras debatían si despedir a un tipo. ¿Su crimen?: recibir rentas por el alquiler de su casa, las cuales añadía a su salario mensual (que percibía por un trabajo que tenía cero que ver con el negocio de la empresa), que había gestionado en su tiempo libre. Mis engalonados colegas, creciéndose entre ellos y azuzándose entre sí (mucha testosterona sin liberar, hubiérese dicho): '¡En esta empresa tiene que haber lealtad!', '¿Qué se ha creído este gilipo**as?', coronado con un asombroso (para mí): '¡Y no nos ha informado!'.
Y, como decía, cometí la imprudencia de emplear aquello de la libre expresión para cuestionar tanta honor herido por tan poca chicha. Me debió pillar desprevenido (de hecho estaba yo mentalmente calculando el coste/hora de tanto Mando junto desperdiciado en la discusión, haciendo números, calladito -mis galones no tenían tantas estrellitas-), hasta que pregunté que qué había de malo en que un individuo, de manera legal, inteligente, en su tiempo libre y sin violar ningún código interno de concurrencia se ganara unos dineros invirtiendo.
Supongo que hubo un antes y un después, tanto en mi forma de ver el mundo, como en su forma de verme ellos como un peligro desde esa tarde gloriosa: a los que mandan, les suelen ac*jonar aquellos que (parece que) piensan por sí mismos - los cuales, supongo que por alguna inconexa razón, tienen el poder de vaporizar sillones de cuero y mesas de madera noble. (No lo intenten en casa).
Me di cuenta que no me gusta tener jefes (he tenido docenas y solo guardo relación - y buena - con los dos que me dejaban hacer lo que me daba la gana... paradójicamente con los mejores resultados de entonces para todos)... y que tampoco me gusta ser jefe de nadie: si alguien le tiene que decir a otro lo que tiene que hacer (teniendo el conocimiento y los medios para hacerlo solito), entonces es que uno de los dos sobra.
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Hace unos días, me contaban el caso de un cliente de Coaching que 'tiene problemas con la autoridad'.
'¿Está arrestado?', pregunté.
'No: es que se lleva mal con su jefe'.
Qué bueno.
Bienvenido, amigo.
Te estábamos esperando.
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